Esta es la tercera y última entrega de la historia de viaje Pasaporte al Sur sobre las Royal Enfield Himalayan 400. Este es El Ilimani, la segunda montaña más alta de Bolivia nos acompañó el día en que le dijimos adiós a este país de hermosos paisajes.
Este viaje fue la realización de un sueño de dos amigos que un día se dieron licencia para imaginar algo un poco loco e inusual, para escaparse de la rutina por un tiempo, soltarse de lo seguro y dejar que el viaje en sí mismo fuera llevándolos, sin planes, sin una ruta definida, sin camisas de fuerza y abiertos a lo inesperado.
El único robo que sufrimos en todo el viaje sucedió en Colonia del Sacramento, en esta antigua ciudad, que es de las más bellas, turísticas y tranquilas de Uruguay. Al salir en la mañana, Eli no encontraba uno de sus tenis, los había dejado en la puerta, debajo de un techo que nuestra carpa tiene en la entrada, donde siempre poníamos las botas, los cascos y otras cosas que por falta de espacio no cabían adentro. Hasta ese momento nunca se nos había perdido nada, pero esa noche un ladrón se escabulló sigilosamente en el camping y por alguna razón que desconocemos decidió llevarse uno de los zapatos de Eli.
La foto obligatoria en Caminito, barrio de La Boca, en Buenos Aires.
«Empacando» las ruedas nuevas para nuestras compañeras y abajo con Mafalda y sus amigos en San Telmo.
Más tarde, después de comenzar una búsqueda infructuosa, el cuidador del lugar nos dijo que ya tenían detectado al bandido, que sus fechorías eran habituales y que su presa favorita era el calzado de los campistas, pero que nunca se robaba ambos zapatos, su firma era dejar a la víctima con un solo zapato. Parecía una broma de mal gusto, pero el culpable era un ladronzuelo de cuatro patas que en vez de buscar huesos se dedicó a hurtar calzado y esa mañana fueron dos sus víctimas, Eli y un mochilero que también se quedó “a pie”.
Días más tarde, en Montevideo, tuvimos que salir de compras para conseguir un nuevo par de tenis para Eli, que llevaba días caminando en sandalias. A Uruguay llegamos después de dejar Buenos Aires, ciudad que nos atrapó por dos semanas y en la que conocimos personas y lugares maravillosos. Nos hubiéramos podido quedar más tiempo en esta inmensa metrópoli, donde hay muchísimo para ver y conocer, y donde da gusto perderse en sus arborizadas avenidas y parques, que siempre deparan sorpresas agradables y en las cuales la vida nunca parece apagarse. Buenos Aires es una ciudad que no duerme, tierra de tango que fluye desde cualquier plaza con su contagiosa melodía y donde no faltan las parejas que lo bailan de día y de noche en cualquier lugar en el que puedan tener espacio suficiente para capturar la atención de propios y extraños con sus provocativos movimientos.
Sobre estas líneas conociendo caminos de tierra cerca de Punta del Este, famoso balneario uruguayo que se ve a la derecha y abajo una de las playas que enmarcan a Montevideo.
Irbis y Luna descansaron mucho en esos días y también recibieron algunos cuidados, pusimos filtros de aire nuevos, cambiamos bujías, aceite y se les calibraron las válvulas cuando sus tableros marcaban 21.000km. También les montamos llantas nuevas, volviendo a colocar las Metzeler Sahara que tan buen resultado nos venían dando y reemplazamos el estator (embobinado) de la moto de Eli, que había sido reconstruido en Santiago, colocando de nuevo la pieza original que Royal Enfield nos había enviado desde Colombia con alguien que nos hizo el inmenso favor de traerlo en su equipaje junto con los filtros de aire. Hasta ese punto nuestras motos se iban portando de maravilla y cuando dejamos la capital argentina sentimos un poco de nostalgia, pero era más la felicidad de volver a rodar en ellas y el deseo de seguir conociendo.
Para el momento en que pisamos Uruguay ya llevábamos más de tres meses viajando, el tiempo que en principio estimábamos que duraría todo el viaje, afortunadamente habíamos salido sin fecha de regreso y teníamos toda la motivación para seguir descubriendo carreteras, lugares y personas que dejarían huella en nosotros. Como Rubén, Pablo, Rosario, Catalina y María, quienes hicieron que nuestro tiempo en Buenos Aires fuera inolvidable. O Diego, el surfista profesional uruguayo, enamorado de las Royal, que junto a su Classic 500 nos llevó a recorrer sus caminos de tierra favoritos cercanos a Punta del Este, en una de esas rodadas que tampoco se pueden olvidar y donde lo pasamos increíble con nuestras Himalayan.
Brasil nos dejó bastantes amigos y muy buenos recuerdos, disfrutamos bellos paisajes, su comida y cultura del sur. Sobre estas líneas rodando en la Ruta Romántica.
El de Brasil fue el sexto sello en nuestros pasaportes. El país más grande de Suramérica nos recibió con los brazos abiertos desde que nuestras ruedas lo pisaron. En la aduana uno de los funcionarios se tomó un buen tiempo para darnos muchas indicaciones que nos sirvieron bastante. Fue hasta gracioso el cruce de frontera porque lo pasamos sin darnos cuenta y cuando menos pensamos comenzamos a ver todos los letreros en portugués, entonces entendimos que nos habíamos saltado la frontera y tuvimos que dar media vuelta y regresar a buscarla, pues a diferencia de todas las anteriores en esta no había militares, ni barreras de ninguna clase y por lo visto tampoco las necesitan, Uruguay es el paraíso cuando se piensa en un lugar pacífico. Brasil, en su límite sur, también es pura tranquilidad, de manera que estas dos naciones pueden tener la que posiblemente sea la frontera más relajada del continente.
Con los amigos del Club Motocãos
Llevábamos mucho tiempo deseando encontrar buenos restaurantes en carretera, en eso creíamos que Colombia era insuperable, pero Brasil nos puso a dudar con sus paradores tipo tenedor libre, donde se paga un valor y uno puede servirse a su antojo. Ver abundancia y variedad de comida a precios razonables nos dio demasiada alegría, veníamos de rodar en países donde las opciones para comer en carretera casi que se limitaban a las cafeterías de las estaciones de gasolina, que siempre fueron nuestra última opción y para ese punto ya teníamos un “master” en preparación de sanduches, que eran buenos, pero no comparables a esos banquetes brasileros donde parecíamos como niños sin saber que servirnos.
Del país de la samba, ¡que es inmenso!, solo conocimos un poco del sur, territorio agrícola cuya cultura es una mezcla entre lo gaucho y lo europeo. Visitamos poblados hermosos como Canela y Gramado, donde predomina el estilo alemán en su arquitectura. Nos tocó la mejor época para rodar por esta región, justo el otoño, cuando los colores de esta estación le dan el nombre a un famoso circuito turístico conocido como la Ruta Romántica, una curveada carretera que recorre bellos parajes en medio de montañas que se tornaban aún más hermosas bordo de nuestras Himalayan, que eran perfectas para disfrutar de las curvas y del colorido otoñal de los árboles.
Disfrutando de una vista privilegiada en el impresionante cañón Fortaleza
Brasil sin mar no sería Brasil, pero la suerte no estuvo de nuestro lado y justo cuando llegamos a una playa hermosa, llamada Praia do Rosa, llego también la lluvia y después de varios días de ver caer agua decidimos dejar la costa e irnos hacia el Oeste a buscar mejor suerte camino a las cataratas del Iguazú y de qué manera la encontramos, llegamos a un pueblo llamado San Miguel de Oeste, referidos por un amigo nariñense que nos había hospedado a nuestro paso por Pasto y quien nos puso en contacto con los “Motocãos”, un Motoclub que años atrás lo acogió con gran calidez y quienes nos ofrecieron hospedaje. La idea era pasar una noche para seguir nuestra ruta, pero nos terminamos quedando una semana que fue increíble, no habría manera de describir lo bien que nos recibieron, las atenciones que tuvieron con nosotros y la amistad que nos brindaron. San Miguel y los Motocãos fue el cierre perfecto de un país que nos dejó algunos de los mejores recuerdos de todo el viaje y el deseo de volver para seguir conociéndolo.
Antes de cruzar a Paraguay le dedicamos un día entero a las cataratas del Iguazú y a disfrutar la espesa selva, “inundada” de vida, que las rodea. Las vimos desde la orilla argentina, que brinda una panorámica privilegiada de esta maravilla natural y gracias a las abundantes lluvias de esos días el espectáculo era majestuoso, ver caer millones de litros de agua cada segundo es algo poderoso, algo que maravilla y asusta al mismo tiempo, algo para lo que nadie está preparado y que supera todos los sentidos. El viaje nos seguía obsequiando experiencias increíbles y nos esperaban muchas más en el camino de regreso.
Las cataratas del Iguazú son de esos lugares donde los sentidos colapsan por completo, es imposible describirlas, hay que ir y vivir ese poder de cerca.
La despedida de Odete, Carlos y Sidnei, la familia que nos «adoptó» en San Miguel de Oeste.
Paraguay se mostró frío y lluvioso, así rodamos hasta la capital, Asunción, ciudad que se nos hizo bastante familiar, con un aire muy parecido al de nuestra tierra y donde la gente que conocimos nos trató muy bien. En esta ciudad se nos fueron varios días en los que hubo tiempo para hacer turismo, para conocer la tienda de Royal Enfield, que es la más bonita que visitamos en todo el viaje y donde nos trataron demasiado bien. Allí nos hospedamos en la casa club de la Asociación Cristiana de Motociclistas Paraguayos, quienes nos brindaron un lugar muy agradable para quedarnos y nos dijeron adiós con una emocionante ceremonia en la cual, tanto nosotros como nuestras motos, fuimos bendecidos.
De Asunción nos despedimos un domingo temprano, el mejor día para llegar o salir de cualquier gran ciudad y dos horas más tarde nos encontrábamos de nuevo rodando en Argentina por la región conocida como la Pampa del Infierno, llamada así por el calor sofocante que cocina a quienes la cruzan en verano, pero a nosotros nos tocó recorrer estas infinitas rectas con el clima opuesto y casi todo el tiempo acompañados por una llovizna y un cielo oscuro de esos que solo provocan estar debajo de las cobijas.
De turismo en Asunción conocimos el Palacio de López, la sede de gobierno de Paraguay.
Juan no se quedó con las ganas de probar un plato local llamado «sopa» paraguaya, que de sopa tiene muy poco.
Eli se encontró un amigo en la tienda Royal Enfield
Recorriendo las interminables rectas del norte argentino en busca de Bolivia.
En dos días dejamos atrás las monótonas rectas del norte argentino, donde el paisaje rara vez cambia, y cruzamos a Bolivia por la frontera de Aguas Blancas. El noveno país de nuestro viaje supuso un cambio drástico en casi todo, paisajes, comida, cultura, clima. Bolivia no es un país fácil, la altura y el frío golpean fuerte al cuerpo mientras uno se adapta y en ciudades como Potosí, donde pasamos la segunda noche a más de 4.000 metros de altitud, nos pegó duro el mal de altura, tanto que al día siguiente salimos despavoridos buscando tierras más bajas, pues no queríamos pasar otra noche sintiendo la falta de oxígeno y con la cabeza a punto de estallar. Pero este país, donde conseguir combustible o algo de comer en el camino puede ser una tarea difícil, también trae sus recompensas cuando se habla de paisajes, de carreteras soñadas y de lugares indescriptibles, como lo fueron el Salar de Uyuni, el Lago Titicaca o la hermosa ciudad blanca de Sucre, que nos atrapó por una semana, regalándonos muy buenos momentos en compañía de una pareja de amigos alemanes que andaban viajando en una BMW y que habíamos conocido meses atrás en Argentina.
Casi todo nuestro viaje fue sin plan, excepto por una fecha en la que debíamos llegar a Cuzco, donde nos encontraríamos con nuestras madres, que volaban desde Colombia para compartir con nosotros unos días que fueron maravillosos, pero antes de cumplir esta importante cita, nos dimos un día para navegar por las aguas del Titicaca y conocer un poco de algunas de las culturas que allí habitan, como los Uros que viven en su mundo flotante, donde todo está hecho de Totora, una espiga que crece en las aguas bajas de este lago y que les sirve para construir sus propias islas, sus casas, sus embarcaciones, sus artesanías y hasta para alimentarse. Visitarlos es como entrar en un mundo fantástico, que nos muestra que la vida puede ser muy diferente a la realidad que conocemos, lejos de los afanes, del consumismo voraz y en armonía con el planeta.
Como de otro planeta, así es el panorama en el Salar de Uyuni. Este «mar» de sal es uno de los lugares más impactantes de Bolivia y de todo Suramérica.
El Perú andino es totalmente diferente de lo que habíamos visto por la costa camino al sur, donde el desierto es la constante. Rumbo al norte tomamos la ruta que va por la cordillera y esta le puso colorido a cada día, con carreteras increíbles, cuyo trazado y paisajes no nos permitían aburrirnos ni un segundo, subimos algunos de los pasos de montaña más altos de América, como el Paso Portachuelo con sus 4.767 metros de altitud y otros donde las motos se portaron “a la altura”, rodando como si estuvieran en las cumbres que les dieron su nombre. En toda la región conocida como el Valle Sagrado compartimos muy buenos momentos junto a nuestras madres, quienes pudieron vivir un poco del viaje a nuestro estilo, sin afanes, sin lujos, pero con el espíritu abierto a disfrutar cada momento al máximo. Lugares como Machupichu, Urubamba, Cuzco, Chavín de Huantar, el Callejón del Huailas, el Parque Nacional Huascarán, el Cañón del Pato, por mencionar los más destacables, dejaron su huella en nosotros y como en tantos otros sitios que visitamos, quedó el deseo de volver.
Irbis y Luna
Como ya lo hemos dicho antes, corrimos un riesgo al emprender este viaje en un modelo totalmente nuevo y desconocido en todos los países por donde cruzaríamos, pero la apuesta jugó a nuestro favor y las motos probaron ser unas compañeras de ruta excelentes, confiables, cómodas, económicas, seguras y muy divertidas, tanto en asfalto como en tierra. Irbis y Luna, como bautizamos nuestras motos, nos dieron demasiado a cambio de muy poco y nunca nos dejaron tirados en ninguna parte. Tuvieron fallas, sí, aunque nada grave, pero todo vehículo las tiene y más cuando hablamos de un viaje largo donde la exigencia es alta, pero siempre logramos llegar al destino y lo más importante, gracias a su sencillez mecánica las pudimos resolver fácilmente. Al final las motos regresaron a Colombia funcionando perfecto con más de 35.000km en sus tableros.
En el camino el mantenimiento fue mínimo, resumiéndose en 5 cambios de aceite, lubricación de las cadenas aproximadamente cada 500km (200km con lluvia), un cambio de filtros de aire, de bujías y calibración de válvulas a los 21.000km, reemplazamos las llantas con 16.500km y montamos cadenas y piñones de salida nuevos a los 29.000km; en cuanto a frenos hicimos un cambio de pastillas traseras en cada moto y unas delanteras en la moto de Eli.
Al pisar Ecuador nos sentimos muy cerca de casa, ya se percibía en el aire el aroma a nuestra tierra, las carreteras y paisajes que nos llevaron hasta Cuenca, luego de cruzar la frontera conocida como Macará, se sentían muy familiares. En Cuenca nos quedamos unos días, esta ciudad tiene un encanto especial y no pudimos ser ajenos a él, allí caminamos bastante en su centro antiguo bellamente conservado, también compartimos con un grupo de Royal Enfield, quienes nos adoptaron en una de sus rodadas nocturnas, donde por primera vez en todo el viaje vimos otras Himalayan, lo cual nos causó bastante alegría. Hubiéramos podido quedarnos mucho tiempo en Cuenca disfrutando de un clima muy agradable y de esa tranquilidad que atrapa a muchos extranjeros, pero había una motivación fuerte para prender las motos y continuar el camino. Muy cerca de allí, en la costa, en un pueblo de pescadores llamado Puerto López estaban en plena temporada de avistamiento de ballenas y siendo un sueño que ambos teníamos desde mucho tiempo atrás, bajamos las bellas montañas ecuatorianas y nos regalamos la experiencia que marcaría el final del viaje, que por cierto fue increíble, ver de cerca estos majestuosos seres del océano nos dio una inmensa felicidad y nos confirmó que todo esto que inició como una idea loca de dos amigos, que un día se dieron licencia para soñar había valido la pena, atrás quedaban miles de paisajes increíbles, experiencias maravillosas y un número incontable de personas que se quedarán por siempre en nuestros corazones. En este punto sentimos que ya era hora de volver a nuestras casas, prendimos nuestras fieles amigas de ruta y rodamos tres etapas largas, así dimos final a nuestra aventura, sumando 30.000 inolvidables kilómetros y llegando a Colombia a los seis meses exactos de haber arrancado, aunque esto, como la inmensa mayoría del viaje, nunca fue planeado.
Paisajes de las cumbres peruanas. El pueblo de Chincheros.
Los Uros del Titicaca trabajando sus artesanías. Cabeza del templo de Chavin de Huantar.
El último regalo del viaje fue ver las ballenas en Puerto López, Ecuador. Calle del centro de Cuzco.
En Cuzco nos encontramos con nuestras madres para compartir con ellas una semana de viaje a nuestro estilo.
Machupichu superó todas las expectativas y llegar hasta arriba caminando lo hizo aún mejor.
Recorriendo el famoso Cañón del Pato.
El Viaje en Cifras
Pasaporte al Sur se puede resumir de varias maneras, si lo miramos en cifras sería algo así: 30.000km, carreteras de 9 países, 17 cruces de frontera, cuatro pares de llantas, dos filtros de aire y 6 de aceite, un par de bujías, dos juegos de pastillas de freno trasero y unas delanteras, dos cadenas más dos piñones de salida, cerca de 600 galones de gasolina y 24 litros de aceite. Este viaje también se resume en incontables experiencias, paisajes y lugares que nos enriquecieron como personas, en muchos amigos nuevos que por cuestiones del azar se cruzaron en nuestro camino ganándose un lugar importante en nuestros corazones.
Gracias
Queremos agradecer a cada una de esas personas y empresas que nos dieron la mano en este largo camino, desde los que nos apoyaron de muchas maneras para hacerlo realidad, hasta los que nos regalaron una sonrisa y nos trataron con calidez en momentos en los que eso hizo una gran diferencia. También debemos dar las gracias a todos ustedes por acompañarnos aquí y desde el mundo virtual, espacios que nos dieron la oportunidad de compartir un poco de lo vivido en todo este recorrido que no termina aquí, porque en definitiva la vida es un viaje y Pasaporte al Sur fue solo una etapa del nuestro, una muy importante y valiosa. Esperamos que lo hayan disfrutado y más que nada haberlos motivado a soñar con sus propios viajes, no importa que tan largos, porque viajar no solo es llegar lejos, es abrir el corazón y la mente para recibir cantidad de cosas inimaginables que nos esperan en cualquier lugar y eso fue lo que tratamos de hacer siempre en nuestro camino.