Recorrer algunos de los paisajes montañosos más sobrecogedores de este planeta en una moto es algo increíble, aunque tiene su precio. El clima es fuerte, de contrastes, los caminos son duros y peligrosos, la comida es de amor u odio, la altura golpea al cuerpo, las comunicaciones pueden ser muy difíciles y también el idioma. Pero sin duda alguna vale la pena. Esto lo llamamos Himalayan Odyssey.
La ley de la atracción fue algo que aprendí de un buen amigo y aunque debo aceptar que al principio fui escéptico al respecto, la vida me ha ido demostrando que enfocar la mente en algo funciona y este viaje me lo terminó de confirmar. Desde que arrancó el 2016 en mi cabeza daba vueltas la idea de ir al Himalaya a montar en moto, lo había estado soñando por años, pero lo sentía tan lejano, costoso y difícil que la idea se mantuvo mucho tiempo en las sombras de mi mente, pero con el devenir del nuevo año una fuerte luz la puso de nuevo en mis pensamientos y comencé a creer que era posible, no sabía exactamente cómo, pero sentía que estaba listo para hacer realidad ese sueño.
Por alguna razón que no sabría explicar, siempre me he sentido atraído por las altas montañas, son como templos que me inspiran respeto y me transmiten paz. La primera vez que escuche hablar del Himalaya, la cadena montañosa más alta del mundo, fue en el bachillerato. El “profe” Rafael Lara, un costeño enamorado de la geografía, que en sus clases no necesitaba leer ningún libro para transportarnos por el mundo con sus relatos, describía unas cumbres inmensas, donde se encontraban los mayores glaciares que hay fuera de los polos y donde nacían algunos de los ríos más grandes del planeta, como el Ganges, el Indo, el Brahmaputra o el Giantsé. También nos hablaba del Everest, el sueño dorado de todo escalador y el pico más famoso de esta inmensa cordillera que influye en el clima y en la vida de casi todo un continente, pero en las cumbres del Himalaya se encuentran una decena de montañas que superan los 8 mil metros de altura y a su vez las carreteras más altas del planeta.
Rumbo al Khardungla, el paso de montaña más alto del mundo, abajo se aprecia el valle de Leh. Otra de las maravillas de nuestra Himalayan Odyssey.
En algún momento a finales de mayo contesté una llamada de un número que no tenía identificado, una voz femenina me saludó y me dijo ser parte de la agencia de medios de Royal Enfield y sin antesala o preámbulo alguno me dijo, “queríamos saber si te gustaría ir a un viaje al Himalaya en moto”. Yo quede como bloqueado un segundo y le pedí que me repitiera por si había escuchado mal, pero en efecto me estaba invitando a ir a montar en moto al techo del mundo!! Recuerdo haberle dicho simplemente “sí, claro” como si fuera lo más normal, pero es que las palabras no me fluían, la mente se bloqueó y solo un rato después de haber colgado comencé a asimilar lo que acababa de pasarme.
Así se veían los Himalaya desde el avión.
El trámite de la visa, que parecía fácil, se convirtió en un verdadero “karma”, término muy apropiado en este caso. Algo estaría yo pagando de una vida anterior, según las creencias del Hinduismo, porque me pusieron a sufrir hasta el final y solo logré tener mi pasaporte en la mano, con la susodicha visa, tres días antes del vuelo que me llevaría al otro lado del mundo, en un viaje de más de 35 horas que supone una prueba de resistencia al cuerpo, entre requisas, aeropuertos y aviones.
Llegué a Nueva Delhi un martes muy entrada la noche y me sentía como en la misión de un agente secreto. Paso a paso me iban dando la información necesaria. Hasta ese punto solo tenía claro que iría a montar en una Royal Enfield por el Himalaya y que alguien me esperaría a la salida del aeropuerto. Al llegar al hotel conocí a mi “contacto” quien me invitó a cenar junto a un grupo de periodistas de Indonesia y Tailandia, que también estaban recién llegados e igual de desinformados que yo. Ahí nos contaron que tendríamos tres horas para descansar antes de salir de madrugada a tomar un vuelo rumbo a Leh. No tenía ni idea que era Leh, salvo que allí comenzaría nuestra ruta. Antes de poder dormir un poco, ya en la madrugada, recibí una visita en mi habitación por parte de las personas de Royal que estaban a cargo de nosotros, me pidieron que les mostrara todo mí equipo de montar, tarea que implicó vaciar todo el equipaje. Querían estar seguros de que estuviera bien protegido en la ruta y fueron exhaustivos en comprobarlo. Mientras tanto yo solo miraba esa cama del hotel como un náufrago que ve aparecer una isla desde la distancia.
El Palacio de Leh, poblado desde donde partiría la aventura que nos llevaría a bordo de motos Royal Enfield por las carreteras más altas del mundo.
Leh es un pequeño pueblo en medio del Himalaya, punto de partida de muchos aventureros y un enclave militar de gran importancia para el ejército indio, que mantiene una disputa con Pakistán por estos territorios desde 1947, en una zona de frontera bastante “caliente” que se conoce como Cachemira. Nos advirtieron mucho no tomar fotos cuando estuviéramos llegando a Leh, pero desde el aire pudimos ver esas hermosas montañas, valles y glaciares, logrando captar algunas imágenes hasta que la tripulación nos advirtió que guardáramos las cámaras.
El aterrizaje fue magistral. Un “crack” el piloto. Antes de apuntar a la pista tuvo que dar un giro de 180 grados con las alas pasando muy cerca de las altas cumbres de roca que rodeaban un pequeño valle. Y no era un avión pequeño, en sus manos llevaba casi 200 almas, todos viendo pasar esas laderas cerquita, en una maniobra que no daba margen al más mínimo error. Poco después, mientras el avión carreteaba hacia la plataforma, pude ver escondidos en hangares de concreto, camuflados como si fuera el suelo árido de la zona, varios aviones de combate. Más tarde, ya en el hotel, sentí retumbar dos de ellos, dando varias vueltas, como diciendo a los pakistaníes aquí estamos, algo que se repitió varias veces en el día. Y obvio que mi corazón se aceleró de la emoción al sentir el rugido de esos motores capaces de acelerar al doble de la velocidad del sonido y corrí a una terraza. Era la primera vez que veía y escuchaba un caza ruso Sukhoi SU30mki, uno de los depredadores aéreos más mortales que haya creado el ingenio humano.
A más de 5.000 metros el oxígeno escasea y las motos suben lentamente, pero el panorama lo justifica.
La recomendación que nos dieron fue descansar todo el día para recobrar energías y adaptarnos a la altura, ya que estábamos a 3.650msnm, pero ese era solo el comienzo de lo que vendría. Para mí la altitud no fue problema, nunca he sufrido del mal de montaña, pero en cambio la comida sí se convirtió en el factor que me haría pasar momentos duros en los siguientes 10 días, ya que la “oferta” gastronómica en estas tierras alejadas del mundo se limitaba a los platos locales, sazonados con sobredosis de “masala”, nombre que le dan a una mezcla de curry con especies de sabor picante y muy fuerte que no puede faltar en la cocina india y que para los estómagos occidentales es como una bomba!! Algo que no va muy bien cuando se viaja en moto. Gracias a Dios y especialmente a Buda, nunca entré en una crisis que me obligara a usar los baños del camino, una experiencia que no debe ser muy envidiable y gradualmente fui siendo capaz de comer algo de la cocina local, mezclado con grandes dosis de arroz blanco sin sal, que es como ellos lo preparan, tortillas de chapati, que son parecidas a las mejicanas pero picantes, una preparación a base de lentejas, algunas veces pollo navegando en masala o cordero y cuando había, huevos duros en gran número, por suerte rodamos por zonas inhóspitas y con mucho viento… y para la ruta me pude defender con barras de granola y bocadillos “veleños” que atiné a llevar en la maleta junto a 4 latas de atún que se convirtieron en un tesoro!! y nueces que conseguía en algunas tiendas del camino y que nunca faltaron en los bolsillos de mi chaqueta.
Algunos de los paisajes del Himalaya parecen como de otro planeta, con carreteras colgando de empinadas laderas que parecen listas para desmoronarse.
Solo ese día en la noche me entregaron la moto que sería mi compañera de viaje durante los siguientes nueve días y mi felicidad fue grande al ver que se trataba de una de las nuevas Himalayan 400, que tenía bastante polvo encima luego de nueve días de viaje en manos de otro periodista, en ella me uniría al Himalayan Odyssey, una expedición de 18 días que Royal Enfield realiza cada verano para sus clientes y que este año llegaba a la edición número trece. Me sumaría a un grupo de 70 motos, con sus respectivos pilotos, que ya llevaban medio camino recorrido desde Nueva Delhi, y se podía notar en sus rostros y en sus trajes que llegar hasta Leh no había sido nada fácil.
El día 3, rumbo a Debring, nos regaló otra rodada en medio de paisajes increíbles.
Cuando recibí la moto solo me dijeron que me fuera directo a llenar el tanque y que estuviera a las 8pm en el hotel para una reunión, con tanta suerte que un señor que estaba en las mismas me guió en su Bullet 350 amarilla, ya que el pueblo era como un laberinto con caminos en muy mal estado y no tenía ni idea de dónde estaba parado. Esperaba pagar la gasolina con la tarjeta de crédito pero solo recibían rupias, la moneda de India y el mismo señor tuvo el gesto de prestarme el dinero para pagar mientras yo lograba cambiar algunos dólares.
La foto a 5.600 msnm. con un poco de nieve. La cumbre de nuestra Himalayan Odyssey.
En la ida a la estación el camino estaba muy malo, con piedras grandes, zanjas y mucho cascajo suelto, ahí me di cuenta que la moto era una delicia. Cómoda, suave, muuuuy fácil de llevar en terreno malo y rica para ir de pie. De inmediato hubo una conexión especial con ella y tuve la sensación de que sería una excelente compañera de viaje. En ese momento decidí llamarla “Eli”, por una persona con quien había deseado compartir esta aventura.
Mi primera etapa era como la cereza del pastel de todo el viaje, una jornada de 128km, en su mayoría sin asfalto, que nos llevaría a cruzar por la carretera más alta del mundo, ascendiendo hasta unos impresionantes 5.600 metros sobre el nivel del mar, en un punto llamado Khardungla. Esa mañana al ver las caras de todos los participantes en la reunión antes de arrancar, se notaba que ese era el día que todos habían estado esperando y no era para menos, no muchos pueden decir que han llegado en sus motos a semejante altura. Para mí sería lo más alto que habría estado en toda mi vida (con los pies en la tierra) y la expectativa era grande, así como también lo era esa primera experiencia de manejar por las carreteras del Himalaya y comenzar a descubrir las capacidades de la nueva aventurera de Royal Enfield.
La gasolina es escasa en el Himalaya, por eso siempre que se ve una «estación» hay que llenar los tanques.
En cosa de minutos salimos del pueblo y emprendimos el ascenso por una estrecha vía con una delgada capa de asfalto. Formábamos una larga hilera donde prácticamente había de todos los modelos que Royal ha producido en India por más de seis décadas y el “martilleo” de los monocilíndricos, algunos con escapes abiertos, se escuchaba desde muy lejos rebotando en las laderas de las montañas por las que íbamos trepando lentamente. El paisaje cada vez se tornaba más increíble a medida que ganábamos altura, árido, rocoso y a lo lejos era posible ver el fértil valle de Leh y la diminuta carretera que se dibujaba en esas escarpadas laderas como una pequeña línea. El tráfico era intenso, muchas minivans con pasajeros, cantidad de camiones militares y de carga, busetas y muchos camperos, también había bastantes motos subiendo y bajando, en su mayoría Royal Enfield de agencias que las rentan a turistas que llegan de todo el mundo a vivir esta experiencia. Decir que esos primeros kilómetros fueron de terapia intensiva sobre manejar por la izquierda y rodar al borde de precipicios no es exagerar, varios sustos me lleve en esa primera etapa cuando venían de frente vehículos a los que les pasaba literalmente sobando con el codo derecho y las ruedas pisando muy cerca del abismo, algunos conductores tenían la gentileza de mermar la velocidad y hacer el esfuerzo de orillarse, pero muchos simplemente seguían como si nada y uno era el que debía encontrar el espacio para pasar.
El valle del río Shyok.
Tan pronto el asfalto se terminó, la Himalayan se sintió en su terreno favorito, con unas suspensiones de largo recorrido que no se inmutaban para tragarse piedras, huecos, zanjas o al momento de cruzar ríos, de los cuales tuvimos varios ese primer día. Entre más malo se ponía el camino, la moto parecía sentirse mejor y la diversión aumentaba en la misma proporción, aunque la falta de oxígeno a esas alturas le restaba potencia al monocilíndrico de 411cc y le impedía acelerar a fondo, pero no era solo el motor el que iba asfixiado en el enrarecido aire de estas cumbres, al llegar a la cima y bajarme para hacer las fotos de rigor sentí como si todo estuviera sucediendo en cámara lenta, nos habían advertido no permanecer más de 10 minutos en este lugar ya que a esa altura el oxígeno se reduce en un 80% y puede llegar a ser peligroso. Pronto estaba descendiendo por el otro lado de la montaña, contemplando el increíble panorama que se divisaba al fondo y los glaciares en los picos de las montañas de más de 6 y 7 mil metros que nos rodeaban, la vista era alucinante y obligaba a parar constantemente para corroborar que eso que veían los ojos era real y para tratar de capturar un poco de esa belleza con la lente de la cámara, tarea difícil por cierto. También hubo tiempo para detenerse a jugar con la nieve que estaba a la orilla del camino, pero el frío, la altura y el viento empujaban a acelerar la moto rumbo a tierras más cálidas.
Casi 70 Royal Enfield de todos los modelos y estilos se sumaron a esta aventura por los Himalaya en su edición No. 13.
Ese primer día transcurrió sin ningún percance, la moto funcionó a la perfección, salvo por la pérdida de potencia y las fallas derivadas de la falta de oxígeno, que son totalmente normales en cualquier motor de combustión rodando a semejantes alturas y más siendo de carburador. Los paisajes superaron de lejos las expectativas, cualquier cosa que hubiera imaginado se quedó corta ese día, incluido el camping que nos recibió en un poblado llamado Hunder, donde pasamos la noche en un hermoso valle a los pies de unas paredes de roca inmensas.
Un viaje difícil y al mismo tiempo muy divertido que las llevó a recorrer paisajes alucinantes por carreteras que no dan pie a aburrirse o distraerse ni un segundo.
La Himalayan, como todas las Royal Enfield, es única en su especie, es demasiado básica y funcional, con un diseño que parece traído de finales de los 70 y pensada para ser la compañera ideal en muchas situaciones y momentos, desde el transporte diario en cualquier ciudad hasta la travesía más impensable como la que me encontraba viviendo. Como si se tratara de una buena herramienta no tiene nada accesorio, cuenta con lo estrictamente necesario y nada más. Para su cilindrada de 411cc la potencia es discreta, apenas 24,5 caballos a 6.500rpm y tiene un torque de 32NM (Newton Metro) a 4.000 revoluciones. La idea de Royal era hacer un propulsor duradero, de bajo consumo, simple y súper confiable que fuera perfecto para recorridos de larga distancia, donde lo que prima no es la velocidad o la aceleración sino llegar al final de cada día relajado y con la tranquilidad de que la mecánica esta perfecta para continuar el viaje.
La altura del asiento (800mm), el peso (182kg) y su bajo centro de gravedad son ideales para todo tipo de pilotos, incluidas las mujeres, que a propósito tenían por primera vez su propia versión del Himalayan Odissey, y la comodidad suficiente para rodar días enteros por cualquier terreno confortablemente. Además es muy agradable para montar de pie y gracias a unas suspensiones, chasis y frenos que parecen los de una moto de rally, transmite una gran seguridad en todo momento, especialmente cuando los caminos se tornan realmente difíciles, en el pantano, en arena suelta o en los pasos más complicados, como lo pude comprobar en muchos de los ríos que cruzamos. Y para mayor tranquilidad está blindada por debajo con un robusto cubre-cárter que mantiene el motor a salvo en todo momento. Otro punto fuerte como viajera es la economía de combustible, que a gran altura, en piso malo y a ritmos lentos me permitía rodar cerca de 100km por galón, cifra que debe incrementarse en asfalto y a menor altitud.
El día 2 repetimos la ruta hasta Leh, pero esta vez acompañados por una lluvia que luego al acercarnos a la cima se transformó en nieve, convirtiendo la experiencia del día anterior en algo totalmente distinto. Visibilidad mínima, dificultad para respirar, las manos congeladas a pesar de llevar muy buenos guantes, mucho pantano y los ríos más crecidos, además todo el tiempo me acompañaba esa sensación de estar rodeado por empinadas laderas que parecían listas para derrumbarse en cualquier momento, con millones de piedras sostenidas en un delicado equilibrio que asusta a cualquiera con solo girar la cabeza y mirar hacia arriba. No puedo decir que fue fácil, pero sí debo decir que la moto hizo que fuera mucho más fácil de lo que hubiera sido en una máquina más pesada y de mayor potencia. En algún punto del camino me crucé con una trail europea de gran calibre y mientras su piloto peleaba con ella para conseguir un poco de tracción en la roca suelta, mi Himalayan pasó por un lado como un tractorcito.
El día tres supuso otra sobredosis de paisajes sobrecogedores, parte de la ruta transcurrió rodando entre estrechos cañones de roca, siguiendo el curso de ríos cristalinos cuyas aguas bajaban velozmente desde lo alto de las cumbres nevadas. El paisaje árido de las laderas cambiaba de tono constantemente, a veces naranja, otras amarillo o morado, contrastando con el verde de los pequeños valles, donde se podían ver algunos cultivos y animales pastoreando. De nuevo predominaba en mi esa sensación de que iba en medio de un potencial derrumbe y me lo confirmaba el “ejército” de trabajadores y maquinaria que se podía ver por todo el camino y que peleaba una batalla constante contra las erosionadas y empinadas laderas para mantener abiertos estos caminos, al menos por los meses que dura el verano, ya que en invierno la mayoría se cierran. Ese día volvimos a escalar las paredes de una inmensa montaña llamada Taglangla, llegando hasta 5.328 metros de altura, en la que es la segunda carretera más alta del mundo, donde el clima se mostró benévolo con nosotros, a pesar de los fuertes vientos que por momentos me sacudían. Pero más que la altura lo impresionante eran los profundos abismos donde se lograba ver perfecto todo el trazado de la vía desde el fondo del valle.
A medio día paramos a reagruparnos junto a una inmensa planicie desértica. En este viaje cada quien podía ir a su ritmo y la caravana se podía extender por kilómetros, de manera que un par de veces en cada etapa los guías establecían puntos de parada donde nos volvíamos a reagrupar. En este punto en particular la planicie de arena se veía tan tentadora que no pasó mucho tiempo antes de que alguien saltara a su Himalayan y se lanzara a explorar. Poco después casi todos estábamos rodando por la arena suelta como si se tratara de una etapa del Dakar, disfrutando con pequeñas dunas y montículos perfectos para dar algunos saltos, que nos mantuvieron entretenidos hasta que se llegó la hora de continuar.
Poco después llegamos a un camping en medio de la nada, me sentía como metido en los paisajes de un documental de las estepas de Siberia o Mongolia, con picos nevados que se veían a lo lejos por todos los costados y sin señales de vida humana en kilómetros a la redonda, allí pasé la noche en una minúscula carpa a más de 4.500 metros de altitud, creo que fue la mejor de todo el viaje, me preocupaba el frío y el duro suelo, pero caí como muerto en medio de un silencio absoluto.
La Himalayan 400 es una moto ideal para viajes de aventura donde el camino puede deparar cualquier cosa.
En el Himalaya, cuando uno cree haber visto los paisajes más increíbles, impresionantes y hermosos, la carretera puede dar un giro inesperado y aparece otra imagen más alucinante que la anterior para dejarnos sin aliento, así transcurrieron los días 4 y 5 en los que recorrimos más de 400km de absurda belleza, amenazantes paredes de roca suelta y aterradores precipicios, con infinidad de cascadas cayendo desde lo alto de montañas casi verticales y caudalosos ríos que bajaban con una fuerza implacable.
Casi todo el tiempo me encontraba rodando en solitario, el deseo de hacer fotos me iba rezagando y al retomar la ruta debía apretar el paso para evitar quedarme de último en algún desvío, ya que solo sabía el nombre del destino pero no cargaba ningún mapa o indicaciones de la ruta y cuando iba a buen ritmo por esos estrechos caminos siempre pensaba en los profundos abismos, muchos de ellos tan hondos y verticales que no se les veía el fondo, afortunadamente la moto era demasiado segura y nunca tuve mayores sustos con ella, de hecho los únicos se debieron a que a ratos se me olvidaba que en India manejan por la izquierda y cuando menos pensaba me encontraba tráfico de frente y de manera instintiva intentaba tirar a la derecha hasta que recordaba que debía buscar el lado contrario.
Los macacos nos alegraron las últimas etapas.
El día 6 fue de descanso en un poblado llamado Kaza y creo que todos lo estábamos necesitando, disfrutar de estos increíbles paisajes y carreteras tiene su precio. Para el cuerpo supone un desgaste tremendo, que en mi caso no era por la moto o el mal estado de las vías ya que la Himalayan se destacó por ser demasiado cómoda y relajada de conducir en estos caminos, sino por estar al otro lado del mundo con el sueño completamente trocado, por la falta de oxígeno en esas alturas y por una alimentación bastante pobre, de manera que ese día fue de verdadero descanso, aunque saque tiempo para darle una revisada a la moto, chequear el filtro de aire, que me sorprendió al estar bastante limpio a pesar de la cantidad de polvo que habíamos tragado los últimos 3 días, todo gracias a que se trataba de un filtro de papel de gran tamaño, pensado para aguantar esta clase de terrenos con bajo mantenimiento.
El Monasterio Ki cerca a Kaza
El día 7 nos dirigimos hacia un pueblo llamado Kalpa. Fueron 206km de estrechos caminos en muy mal estado con los abismos más azarosos que pueda recordar y bastante tráfico en comparación con los días anteriores, en una ruta que todo el tiempo serpenteaba por empinadas laderas que como de costumbre parecían listas para derrumbarse en cualquier instante, de hecho a mitad de camino tuvimos que esperar que dos inmensas retroexcavadoras limpiaran un derrumbe que había bloqueado la vía, y lo hacían arrojando inmensas rocas al fondo del cañón en una maniobra que pudimos contemplar desde una distancia prudente. Si en algún momento pude sentir que no había margen para el error fue ese día, que afortunadamente concluyó sin ningún percance.
Los últimos dos días de la ruta fue evidente que cada vez nos acercábamos más a la civilización, comenzamos a ver mucho más tráfico al mismo tiempo que el paisaje se tornaba más verde y el clima más caliente y húmedo a medida que descendíamos. En India manejar y pitar son sinónimos, parece que no se puede hacer lo uno sin lo otro y estas últimas etapas creo haber escuchado más pitos que en toda una vida manejando. En las estrechas carreteras de los días anteriores me parecía normal que la gente pitara al llegar a una curva ciega para advertirles a los demás conductores, pero ya en vías más amplias y con mayor visibilidad no lograba entender el objetivo de pitar constantemente, inclusive cuando iban solos en medio de una recta.
Como lo presentía, el día final fue el más estresante de todos, mucha lluvia desde que salimos y un tráfico que fue aumentando a medida que avanzaba la ruta hacia una ciudad llamada Chandigarh, que era nuestro destino final. Pero lo peor no era que hubieran muchos carros, buses y camiones, tampoco los huecos, el pantano o la lluvia, eso es normal en cualquier viaje cuando uno rueda cerca de pueblos y ciudades, que esta vez fueron creciendo en cantidad y tamaño, lo realmente estresante del día era la manera salvaje como algunos conductores de carros, camiones y buses sobrepasaban en lugares totalmente ciegos, simplemente se pegaban del pito y se tiraban donde no había chance de esquivar o evitar un choque, era como ver pilotos kamikaze!!! Unos suicidas y los peores iban en carros pequeñitos, que los veía uno completamente apachurrados en muchos lugares del camino, abandonados y donde claramente se notaba que hubo heridos graves o muertos. Pero como en India creen en la reencarnación y en que van a ascender a algo mejor, pues supongo que se irán motivados… Pero yo que no creo en eso si tenía algo de susto de encontrarme un «bárbaro» de esos de frente y todo el tiempo estaba preparado para buscar el «espacio» a dónde tirarme en caso de ser necesario. Afortunadamente solo tuve un par de sustos que no fueron más que eso y también un par de rabias con algunos «indios» que se me pegaban con el bomper de la rueda trasera y me arriaban a punta de pito. Me contuve de no patearlos pensando en que eso podría traerme un «karma» y solo los saludaba con mi dedo anular en alto en gesto de amistad y fraternidad occidental.
Detalles de un templo.
Otro tema delicado de las dos etapas finales fueron las vacas, que se volvieron una constante en el camino, acostadas en la vía como si nada aparecían cuando uno menos lo esperaba y parecían tener claro su estatus de animal sagrado en el Hinduismo, porque ni se inmutaban, las ruedas de los camiones les podían pasar a milímetros de sus narices y ellas relajadas, pero en moto una colisión con uno de estos sagrados bovinos sería a otro precio y había que estar alerta para esquivarlas. El mayor susto fue en una autopista de cuatro carriles, en el último tramo antes de terminar el viaje, cuando en medio de una curva donde íbamos varias motos a buen ritmo, nos apareció una vaca negra enorme haciendo la siesta en la mitad de nuestro carril, afortunadamente la Himalayan es bastante ágil y todos logramos esquivarla, pero nada raro que ese día esa vaca haya trascendido a otra vida y que en su camino a la reencarnación se haya llevado a alguien más…
El poblado de Kalpa.
Como en todo el viaje, los últimos kilómetros no estuvieron exentos de emociones, a la entrada de la ciudad me encontraba parado en la orilla, solo y totalmente desubicado pensando en cómo llegar hasta el hotel, del cual solo sabía el nombre, pero la suerte jugó a mi favor y de la nada aparecieron algunos compañeros de ruta que eran nativos y parecían conocer el destino, iban bastante rápido y de inmediato me subí a la moto para tratar de alcanzarlos. Nunca había tenido el espacio para acelerar la Himalayan y en este último tramo de “autopista” iba a más de 100km/h detrás de ellos cuando de la nada saltó a la vía lo que parecía un policía con un inmenso turbante haciendo señas de que paráramos. Los últimos del grupo logramos frenar a tiempo, pero los primeros se siguieron de largo y desde la orilla, unos metros más adelante, otros oficiales “enturbantados” les lanzaron unas barreras metálicas con rodachinas para detenerlos, suerte que no se formó una carambola de motos peloteando y todos lograron esquivar las trampas y detenerse más adelante. Un alegato en idioma nativo se formó entre los policías y los compañeros, logré entender que debía pasarles mi licencia de conducción y el pasaporte, lo cual hice y poco después me los regresaron y continuamos el camino. Más tarde, en el hotel, me contaron que dentro de un carro tenían una cámara de velocidad y que nosotros íbamos a 120 en una zona de 50km/h. La preocupación de los oficiales no era la seguridad de las vías, sino conseguir algo extra para complementar sus salarios y 200 rupias, algo así como 10 mil pesos, fueron suficientes para que nos dejaran seguir…
Poco después estábamos dando vueltas en la ciudad hasta que por fin llegamos a un hermoso hotel donde tuve sentimientos encontrados, por un lado me invadió la nostalgia de saber que llegaba al final de una aventura increíble y al mismo tiempo la tristeza de decirle adiós a “Eli” mi moto del Himalaya, con la que inevitablemente se creó un lazo muy especial en los nueve días de ruta; pero además sentía la alegría y la satisfacción de haber culminado entero y sin ningún percance luego de casi 1.500 desafiantes kilómetros rodando por el techo del mundo. DM
El Valle de Spiti, ubicado a más de 4 mil metros de altura y muy cerca de la frontera con China, es de esos lugares donde las palabras y las cámaras se quedan cortas para describir tanta belleza.
Drybag – SW Motech
En este viaje fue de gran ayuda contar con una tula impermeable Drybag 350 de SW-motech para llevar el equipaje en la moto. Esta maleta fabricada en lona de PVC de gran resistencia brinda una capacidad de 35 litros y tiene las ventajas de ser muy liviana, fácil de asegurar a cualquier tipo de moto gracias a que incorpora 4 correas tensoras y lo mejor es que es 100% impermeable.
Las importa y distribuye en Colombia www.TheAdventure.com.co